martes, 10 de octubre de 2017

Postales desde la otra orilla (1): "Diez pájaros en mi ventana", de Felipe Munita y Raquel Echenique

La música y la poesía tienen a sus espaldas una larguísima y fertilísima historia de amor y de felices encuentros.
La poesía fue durante mucho tiempo simplemente una manifestación de la música y ha habido muchas épocas en que no había distinción entre ambas (piénsese en los trovadores, por ejemplo, o incluso en la musica degli affetti italiana, cuyos textos se debían a grandes poetas y que son una genuina expresión de la poesía lírica europea). Y aunque hoy en día aún nos cueste ver que las composiciones de la música pop son simplemente poesía con música (mejor o peor, eso ya es otra historia, pero sin duda usan las convenciones del género lírico), algunas derivas nobelianas recientes (y polémicas) demuestran que quizás esa ligazón inicial no ha desaparecido del todo y que ha quedado imbricada en nuestro imaginario.
Pero la ligazón entre poesía y música es incluso mayor, dado que son muchos los poetas que han hecho de la música el objeto principal de sus composiciones, y no son pocos los poetas que cuentan entre sus poemas con alguno dedicado a esta arte universal. En el terreno de la lírica para niños, y sin salirnos del terreno ibérico, hay un clásico indiscutible, como Música, maestro (por cierto, la última obra poética que recibió el Premio Nacional de Literatura Infantil, hasta el reciente galardón de Poemar o mar), al lado de otras valiosas muestras recientes como Almanaque musical.
Ahora, desde el otro lado del mar, concretamente desde Chile, nos llega este Diez pájaros en mi ventana, editado por Ekaré Sur, con textos de Felipe Munita, escritor y teórico, e ilustraciones de Raquel Echenique, cuya primera parte supone un jalón más en la fértil relación entre la música y la poesía, y que resulta además una deliciosa puerta de entrada a un libro realmente excelente.
Pero, al margen de este aspecto, he de decir que antes que nada que Diez pájaros en mi ventana se parece mucho a lo que se podría llamar libro modelo de poesía para niños. Porque, al igual que, según las teorías de la estética de la recepción y la fenomenología literaria, cada obra literaria propone un lector modelo, figura ideal que sería el receptor capaz de desentrañar todos los sentidos posibles de un texto literario, cada crítico literario, en su parcialidad y subjetividad asumidas, tiene asimismo en mente un libro modelo, que es aquel que cumpliría con todas aquellas virtudes literarias que considera esenciales y más valiosas. Obviamente ese libro modelo no existe, pero sí existen libros que se aproximan en menor o mayor grado a dicho ideal.
Diez pájaros en la ventana sería uno de los que se aproximaría, sin duda alguna, a mi idea del libro modelo de poesía para niños hoy en día. Y lo sería porque en él se aúnan diversas virtudes y confluyen varios niveles que hacen de él una valiosísima obra de poesía infantil. Esencialmente, tres: lo textual; lo peritextual; y lo visual.
En primer lugar, y como no podía ser menos al tratarse de un libro de poesía infantil, los textos poseen un nivel literario altísimo. Los libros de poesía para niños suelen estar casi siempre estructurados en torno a un solo eje temático. Munita lo sabe bien, pues así lo ha señalado en un artículo publicado en 2013 en AILIJ. Dicho eje temático es un facilitador de la lectura para el niño que se acerca a la poesía, pero al mismo tiempo hace que el autor tenga que hacer verdaderos esfuerzos por no caer en la monotonía y por que el poemario, más que unidad, lo que tenga es monotonía. Debe por ello variar sus tonos y recursos. Diez pájaros en la ventana no es un libro estructurado alrededor de un solo un tema, pero sí tiene tres partes, cada una de las cuales se centra en un motivo distinto, aunque no tan claro a simple vista en todos los casos.
La primera, como ya hemos dicho, está centrada claramente en la música, aunque se da entrada a cierto contenidos culturalistas – en El piano de Claudio, dedicado a Claudio Arrau; o en Esto no es una pipa (en ritmo de jazz) – o a los juegos de palabras de raigambre etimológica con Llave de sol, poema en forma de caligrama cuyos versos trazan sobre la página, evidentemente, una clave de sol
En la segunda parte, en cambio, el eje vertebrador resulta mucho más sutil y menos evidente, y no es tanto temático como tonal o ligado más bien al punto de vista. Es esta quizás la parte más esencialmente poética de las tres, y la que mejor revela cuáles son las intenciones de Munita para todo el poema y, tal vez, su idea general sobre la poesía: una manera distinta de mirar la realidad que todos compartimos y una manera distinta y desautomatizada de plasmarla a través del lenguaje. Por eso en esta segunda parte abundan las reflexiones de raigambre metalingüística y metapoética, el hecho de estirar de los sentidos de las palabras e incluso de los signos ortográficos como el punto y de expresiones hechas como Las vueltas de la vida, a la que se da un giro (o varios, mejor dicho), en el poema que cierra la sección.
Finalmente, en la tercera y última parte, el tema que aglutina todo parece ser la naturaleza. Así, aparecen aquí árboles, pájaros, caracoles, la luna y el agua, aunque también se da entrada a referencias culturalistas con un caligrama que dibuja con sus versos la silueta de Don Quijote. Así, hasta llegar al último y brevísimo poema (“Atardece, / y en el aire todavía hay huellas frescas / de la última golondrina”), que sirve de despedida.
A pesar de esta unidad, Munita intenta huir continuamente de la monotonía y las reiteraciones a través de una variación de recursos, moldes poéticos y estróficos y temas. Podría pensarse que un experto en poesía infantil como Munita, que ha estado al tanto de lo que se publica en el ámbito hispánico y que sabe bien por dónde van los tiros, hace un esfuerzo más denodado y claro por presentar una poesía variada. Quizás sea así, pero eso es lo de menos. Lo importante es que esa variedad desplegada por Munita (hay haikus, caligramas, versos con rima y sin rima, arte mayor y menor, verso libre, versos más cercanos a lo popular, etc.) no da nunca la impresión de ser el resultado de un afán de exhibicionismo virtuoso, pues cada molde usado, cada tono, encaja con el tema sobre el que trata el poema y está utilizado en el momento justo del libro.
En segundo lugar, hay que decir que un libro de tan gran altura poética como este merecía unas ilustraciones a su altura, para crear así un producto estético completo que pueda llegar al receptor a través de la contemplación y la lectura. Desconozco cuál ha sido el proceso que ha seguido la ilustración de este poemario. No sé si ha sido un trabajo compartido entre el autor y la ilustradora o si, por el contrario, esta ha trabajado de manera independiente sin el asesoramiento del poeta. Conocer ese dato, sin embargo, no añadiría gran cosa a al resultado final ni a mi juicio sobre el mismo. Porque Raquel Echenique ha hecho un trabajo exquisito, ha construido un armazón que es un eco visual perfecto para estos y que los arropa sin necesidad de engullirlos ni apabullarlos. La misma ausencia de exhibicionismo con la que Munita trenza sus versos se encuentra en las imágenes de Echenique, que usa la ilustración literal cuando así lo demanda el poema, pero no duda tampoco en aventurar metáforas visuales cuando es necesario, o en adaptar su estilo (muy suelto y expresivo, pero con un uso sabio y controlado de una técnica tan difícil como la acuarela, y un buen dominio de los rudimentos del dibujo) a los contenidos del propio poema. Sabe también elaborar ilustraciones que sirvan de contrapunto lírico al poema cuando es necesario, como por ejemplo, en los caligramas, para no anular su propia fuerza visual, como ocurre con Retrato, el poema sobre Don Quijote, donde opta por una ilustración completamente diferente, más indeterminada. Y sabe, asimismo, dentro de la unidad visual que debe haber en todo poemario ilustrado, variar el estilo y adoptar convenientemente tonos japonés (en los haikus) o más deudores de cierto tipo de arte popular hispanoamericano (en La araucaria) cuando es preciso.
Y, finalmente, el cuidado de la edición es exquisito. Lo demuestra ya la manera en que se despliega la cubierta para formar una especie de friso que, con la unión de dos de las ilustraciones más bellas del libro, parece querer introducirnos ya en el delicado mundo que construyen los versos de Felipe Munita y las ilustraciones de Raquel Echenique. Pero dicho cuidado llega hasta detalles tan significativos (¿no lo son siempre los detalles?) con las ventanas redondas que hay en la cubierta y en la contracubierta, que invitan la lectora a abrir el libro y a asomarse al interior de estos Diez pájaros en mi ventana, a este libro de una belleza realmente arrebatadora, un festín para los sentidos, para todos los sentidos. Como he dicho al principio de esta reseña, un libro como este se encuentra muy cerca de mi libro modelo de poesía para niños. Esperemos, pues, que Felipe Munita siga en su empeño de ofrecernos esta poesía, y que los editores se animen a hacerlo llegar a nuestras manos. 


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